Esta pasado fin de semana se ha conmemorado el 25
aniversario de la caída del muro de Berlín, curiosamente a la vez en nuestro
país algunos se olvidaban del evento para profundizar en lo que nos diferencia
y crear nuevas fronteras y muros en vez de tender puentes. Pero lo que me ha
llamado la atención es que se ha hablado, y mucho, de las causas y la historia
del muro pero muy poco de las consecuencias.
Desde el punto de vista geopolítico, tras la caída del
muro vino el derrumbe del telón de acero y se puso fin a la política de
bloques, se deshace el eje Este-Oeste. El mundo se “orwellenaliza”, según su
novela 1984. En Europa sufrimos otra guerra genocida, aparecen nuevos estados
algunos democráticos (Chequia, Hungría,…) y la mayoría pseudodemocráticos
(Rusia y repúblicas acabadas en -an). Surge un nuevo eje democracias
occidentales frente a estados islamistas. Y otro más de índole económico occidente
versus países asiáticos (China con su peculiar entendimiento del “comunismo” y
los llamados “dragones asiáticos”). Y se han levantado más muros, espero con
gran expectación el documental de Pablo Iraburu sobre ellos.
A nivel económico nos abandonamos en brazos de la
dictadura del libre mercado, que no es nada libre y que muchos economistas nos
lo quieren presentar en plural (los mercados) cuando en realidad es uno sólo y
global. En occidente sustituimos la economía productiva por la especulativa con
las lacras que eso produce, proletarización y desaparición de las clases medias,
aumento de la desigualdad y empobrecimiento generalizado de la sociedad que
visualiza el espejismo de la sociedad del bienestar.
En política asistimos a la desaparición del comunismo
práctico como modelo, debido a que el colectivo se impone frente a la
individualidad de la persona, y la anula por completo, también por la imperfección
humana y su egoísmo, en donde las elites burocráticas del partido se aprovechan
de su posición para beneficio propio, convirtiéndose en castas intocables. El
socialismo es abandonado y se diluye en la socialdemocracia, que sólo es capaz
de alcanzar el estado del bienestar en los países escandinavos fruto de su
ética al trabajo, apoyada en poblaciones que no llegan a la media docena de millones
de habitantes y con economías bien estructuradas y diversificadas, con sectores
primarios “cooperativizados” hasta el consumidor final, empresas líderes en
tecnología y con recursos energéticos suficientes o adecuados para su tamaño.
La democracia cristiana se ve fagocitada por el liberalismo más rancio, que se
impone con su modelo neoliberal en donde la competitividad es el Santo Grial y el
consumo es la panacea. Y por último surgen los populismos de ambos signos
(Frente Nacional en Francia, Amanecer Dorado en Grecia, Chavismo en Sudamérica,
Podemos en España, Movimiento Cinco Estrellas en Italia).
La ciencia y la tecnología (el mundo se ha digitalizado)
se imponen a la filosofía y las letras, arrinconándolas al olvido. El
individuo, la persona, se queda constreñida y limitada. La gran mayoría se
queda en la importancia del culto al cuerpo y la salud, unos pocos se preocupan
de cultivar la mente y el sentido crítico, y a los menos que quieren
desarrollar su faceta espiritual se les indica que lo deben hacer en la
intimidad. De manera que la transcendencia se queda circunscrita a la
superficialidad del glamour de las candilejas y la alfombra roja, a los
laureles de la fama deportiva y poco más. En definitiva la caída del muro
aplasta a las utopías y las aniquila.
Sin embargo hoy más que nunca el individua busca y
necesita una Utopía, un modelo ideal al cual llegar. Pienso que más que nunca
es necesaria la formulación teórica de un modelo de persona, sociedad e iglesia.
Un modelo de Persona completa, plena, integral que pueda
desarrollarse en todas sus facetas (física, mental y espiritual), que sea
protagonista de la historia y que no sea rechazada, marginada o perseguida por
motivo de su color, tamaño, lengua, ideología, credo, etcétera.
Una Sociedad en donde la libertad, igualdad y fraternidad
no sean palabras bonitas escritas en los frontispicios de los edificios
emblemáticos. Una sociedad leal, honrada, seria (entiéndase como formal, de
palabra), respetuosa y madura en donde no se caiga en el “buenismo”, como el derecho
a la felicidad. Todos los derechos implican unos deberes. Y el de la felicidad
conlleva que hay que trabajársela. Los derechos no son gratis, de una manera o
de otra se pagan. Históricamente con lucha y sacrificios.
Por último una Iglesia, no entendida o limitada al
concepto de templo o jerarquía o referida exclusivamente a la católica, una
Iglesia comunidad de comunidades, abierta y cercana, universal, evangelizadora,
que opte por los pobres y transforme personas y estructuras. Una Iglesia que
huya del boato, la suntuosidad y la parafernalia de los ritos, que evite la
tentación del fariseísmo, pero que también ponga tierra de por medio del peligro
de caer en el adoctrinamiento, la inquisición y el fanatismo que tantos
desmanes ha traído la religión a lo largo de la historia como problemas en la
actualidad (islamismo radical, ultraortodoxos judíos, movimientos y comunidades
radicales cristianas, sectas de todo tipo,…),
Destruido el muro puede ser el momento de abrir caminos
al futuro y la puerta a la construcción de nuevas utopías. El peligro viene que
al permitir tener modelos de referencia coherentes y elaborados es casi
imposible manipular y las masas se pueden transformar en individuos pensantes, autónomos
e independientes que pongan en duda el consumo teledirigido, en entredicho a
los falsos líderes populistas y hagan temblar a la oligarquía de los politburós
que oprimen a sus pueblos.
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