jueves, 13 de noviembre de 2014

La muerte de la Utopía



Esta pasado fin de semana se ha conmemorado el 25 aniversario de la caída del muro de Berlín, curiosamente a la vez en nuestro país algunos se olvidaban del evento para profundizar en lo que nos diferencia y crear nuevas fronteras y muros en vez de tender puentes. Pero lo que me ha llamado la atención es que se ha hablado, y mucho, de las causas y la historia del muro pero muy poco de las consecuencias.

Desde el punto de vista geopolítico, tras la caída del muro vino el derrumbe del telón de acero y se puso fin a la política de bloques, se deshace el eje Este-Oeste. El mundo se “orwellenaliza”, según su novela 1984. En Europa sufrimos otra guerra genocida, aparecen nuevos estados algunos democráticos (Chequia, Hungría,…) y la mayoría pseudodemocráticos (Rusia y repúblicas acabadas en -an). Surge un nuevo eje democracias occidentales frente a estados islamistas. Y otro más de índole económico occidente versus países asiáticos (China con su peculiar entendimiento del “comunismo” y los llamados “dragones asiáticos”). Y se han levantado más muros, espero con gran expectación el documental de Pablo Iraburu sobre ellos.

A nivel económico nos abandonamos en brazos de la dictadura del libre mercado, que no es nada libre y que muchos economistas nos lo quieren presentar en plural (los mercados) cuando en realidad es uno sólo y global. En occidente sustituimos la economía productiva por la especulativa con las lacras que eso produce, proletarización y desaparición de las clases medias, aumento de la desigualdad y empobrecimiento generalizado de la sociedad que visualiza el espejismo de la sociedad del bienestar.

En política asistimos a la desaparición del comunismo práctico como modelo, debido a que el colectivo se impone frente a la individualidad de la persona, y la anula por completo, también por la imperfección humana y su egoísmo, en donde las elites burocráticas del partido se aprovechan de su posición para beneficio propio, convirtiéndose en castas intocables. El socialismo es abandonado y se diluye en la socialdemocracia, que sólo es capaz de alcanzar el estado del bienestar en los países escandinavos fruto de su ética al trabajo, apoyada en poblaciones que no llegan a la media docena de millones de habitantes y con economías bien estructuradas y diversificadas, con sectores primarios “cooperativizados” hasta el consumidor final, empresas líderes en tecnología y con recursos energéticos suficientes o adecuados para su tamaño. La democracia cristiana se ve fagocitada por el liberalismo más rancio, que se impone con su modelo neoliberal en donde la competitividad es el Santo Grial y el consumo es la panacea. Y por último surgen los populismos de ambos signos (Frente Nacional en Francia, Amanecer Dorado en Grecia, Chavismo en Sudamérica, Podemos en España, Movimiento Cinco Estrellas en Italia).

La ciencia y la tecnología (el mundo se ha digitalizado) se imponen a la filosofía y las letras, arrinconándolas al olvido. El individuo, la persona, se queda constreñida y limitada. La gran mayoría se queda en la importancia del culto al cuerpo y la salud, unos pocos se preocupan de cultivar la mente y el sentido crítico, y a los menos que quieren desarrollar su faceta espiritual se les indica que lo deben hacer en la intimidad. De manera que la transcendencia se queda circunscrita a la superficialidad del glamour de las candilejas y la alfombra roja, a los laureles de la fama deportiva y poco más. En definitiva la caída del muro aplasta a las utopías y las aniquila.

Sin embargo hoy más que nunca el individua busca y necesita una Utopía, un modelo ideal al cual llegar. Pienso que más que nunca es necesaria la formulación teórica de un modelo de persona, sociedad e iglesia.

Un modelo de Persona completa, plena, integral que pueda desarrollarse en todas sus facetas (física, mental y espiritual), que sea protagonista de la historia y que no sea rechazada, marginada o perseguida por motivo de su color, tamaño, lengua, ideología, credo, etcétera.

Una Sociedad en donde la libertad, igualdad y fraternidad no sean palabras bonitas escritas en los frontispicios de los edificios emblemáticos. Una sociedad leal, honrada, seria (entiéndase como formal, de palabra), respetuosa y madura en donde no se caiga en el “buenismo”, como el derecho a la felicidad. Todos los derechos implican unos deberes. Y el de la felicidad conlleva que hay que trabajársela. Los derechos no son gratis, de una manera o de otra se pagan. Históricamente con lucha y sacrificios.

Por último una Iglesia, no entendida o limitada al concepto de templo o jerarquía o referida exclusivamente a la católica, una Iglesia comunidad de comunidades, abierta y cercana, universal, evangelizadora, que opte por los pobres y transforme personas y estructuras. Una Iglesia que huya del boato, la suntuosidad y la parafernalia de los ritos, que evite la tentación del fariseísmo, pero que también ponga tierra de por medio del peligro de caer en el adoctrinamiento, la inquisición y el fanatismo que tantos desmanes ha traído la religión a lo largo de la historia como problemas en la actualidad (islamismo radical, ultraortodoxos judíos, movimientos y comunidades radicales cristianas, sectas de todo tipo,…),

Destruido el muro puede ser el momento de abrir caminos al futuro y la puerta a la construcción de nuevas utopías. El peligro viene que al permitir tener modelos de referencia coherentes y elaborados es casi imposible manipular y las masas se pueden transformar en individuos pensantes, autónomos e independientes que pongan en duda el consumo teledirigido, en entredicho a los falsos líderes populistas y hagan temblar a la oligarquía de los politburós que oprimen a sus pueblos.

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